lunes, 28 de septiembre de 2009

EL LEGADO DE LA PERVERSIÓN.

El relativismo, en efecto, es un engendro del desencanto ante el mundo. La duda iconoclasta, matrona del nihilismo, genera la sensación de estar desvinculado de ataduras y deberes morales. Por eso, al tiempo que crece el deseo de libertad sin barreras, medra la apología de la perversión. Pretender que se vive en un mundo sucio y despreciable es la coartada del licencioso, la excusa del libertino y la disculpa del anodino.

Pervertir y malear, arrancar a las cosas su bondad e inocencia prístinas parece ser el sino de nuestro tiempo. No hay reducto que escape al abrazo trapero de la perversión. Véase, por ejemplo, cómo el relativismo ha robado la infancia a los niños, estimulados a crecer a empujones, forzados los goznes de su ingenuidad.

Nada se oculta a la vista en los audiovisuales. Lo íntimo de cada cual ya no se guarda en las celosías del fuero interno, sino que se arroja a la jauría de la venalidad, la procacidad y la rapiña colectivas. En los puros cueros el alma, sin ropajes que la cubran, es ya mercancía barata que salta de boca en boca. Es la hora del cinismo: la vileza sin mordaza. Atrás quedaron la decencia de la elipsis y la dignidad del silencio. En su puesto, la habladuría y la difamación, los consejeros áulicos de la envidia. Sin embargo, en un mundo decente, lo íntimo, como todo lo realmente valioso, ni se vende ni tiene precio, pues es inestimable.

No le va mejor al idioma, crisol en que se depuró y afinó el pensamiento de quienes nos precedieron. Respiramos un aire empedrado de tropiezos acústicos: menudean onomatopeyas, tacos y palabrotas, como para dar bríos, sin conseguirlo, a una parla insulsa, hueca y sin sustancia. El idioma castellano, ese tesoro secular de la inteligencia, se aplebeya y abarata bajo el vasto reinado de los vanílocuos y malhablados.

Malos tiempos –lo hemos dicho ya- para el arte, hoy nido de agiotistas y embrolladores. Otra víctima más de ese relativismo que, como las hordas de Atila, amojama y esteriliza todo a su paso. Largo es el aliento de la nada. En los museos, en las galerías de arte, en las paredes de cada casa, en los recibidores del dentista, en las macrotiendas… por doquier puede verse el pesado y cansino toque de la nada: absurdeces portátiles que los ociosos llaman arte.

No hay mirada inteligente que sea descreída e ingrata. Todos los sabios aman el mundo, por eso saben de él. El talento es hijo del asombro, el que por igual sienten poetas y científicos, pues bajo la aparente diversidad del orbe moran las musas del orden, la proporción y la armonía. No importa si se cree o no en un Dios personal. No es eso lo importante. Lo importante es reconocernos pobladores de algo grande y sublime, merecedor de nuestro respeto. Lo importante es desear ser dignos de esa grandeza. Aristóteles, Leonardo, Poincare, Einstein,… es indiferente al caso que hablemos de genios del arte, la filosofía o la ciencia. Todos rindieron pleitesía a la belleza del mundo. Todos sintieron un temblor reverencial ante tanta majestad.
Llevamos largas décadas de “deconstrucción” relativista, de anonadar valores y jerarquías, de igualar todo por abajo. Décadas dedicadas a envilecer el legado intelectual de nuestros ascendientes, en una lucha ciega y sin cuartel contra la tradición y el clasicismo.

Por fortuna, no todo ha sucumbido al avance de las catervas. Y también sabemos que el envilecimiento no es gratis. Saberse sucio, miserable, venal y prosaico es la penitencia aneja al pecado de serlo. La impostura se ha de tapar con más impostura; la nada, con farfolla; lo macilento, con destellos de relumbrón… Son los oropeles del autoengaño, la infatuación con que se querrá disimular el vacío de la propia existencia. Nada es más caro que la gratuidad ni nada más pesado e insufrible que la liviandad de espíritu.

lunes, 21 de septiembre de 2009

IMPOSTURAS RELATIVISTAS Y ESTERILIZACIÓN DEL MUNDO.

Pero otro efecto manifiesto de quienes se llaman relativistas o escépticos es la impostura. Quiero decir que en modo alguno son coherentes con cómo se denominan. Postulan una metafísica por completo inútil. Se declaran relativistas, pero se conducen como absolutistas, como cualquier hijo de vecino ajeno a la instrucción y mal avenido con la razón: sus gustos (no ya sus razones, que no aducen) deben prevalecer, so pena de conflicto social. Dicen, en su calidad de escépticos, no estar seguros de que nada exista, pero todos se guían como personas realistas, respetuosas de las leyes físicas en que todos creemos (ninguno de ellos se arroja por la ventana para demostrar la inexistencia de la gravedad, ni ninguno mete la mano en el agua que hierve). Afirman abominar del concepto metafísico de "lo en sí", pero su cosmogonía implica lo absoluto, lo incondicional. Es decir, todo su credo es pura contorsión nominal y contradicción; una enrevesada metafísica de lo inútil, cuya lectura inspira en uno el dicho de que "para este viaje no necesitábamos estas alforjas".

Sin embargo, y esto es lo peor, su imperio de farfolla (“cosa de mucha apariencia y poca entidad”), tan propio de quien, en el fondo se sabe inútil, no deja el mundo como está, sino que lo esteriliza y descasta. En efecto, tras su paso, la educación de los niños se convierte en un baile de salón por completo inútil; el arte se abisma en la nada por falta de asideros (se niega la belleza, la elegancia, lo maravilloso…); la economía se yergue como un juego de quimeras, como un castillo de naipes; la ética fenece al despojarse la moral de la razón, etc. El mundo necesita el asidero de la universal razón, o sufrirá la fragmentación aneja al arrebato personal: la idiotez.

domingo, 20 de septiembre de 2009

LOS DOGMAS DEL RELATIVISMO.

Ando lejos de pretender justificar los abusos y barbaridades que se han cometido, o se comenten, en nombre de diferentes divinidades. Pero, por desgracia, muchos de quienes hoy denuncian con rabia y odio la irracionalidad de las religiones, incurren en mostrencas torsiones de la razón y fanatismos varios. El relativismo epistémico y moral es ubérrimo manantial de irracionalidades sin cuento. Si el lector desea ilustrarse sobre ello, le recomiendo la lectura de “Imposturas Intelectuales”, de Sokal y Bricmont, trabajo éste que, por maniobra insuperable de la insomne ironía, es el libro de cabecera de los relativistas autóctonos. Es decir, que éstos ignoran que las justas críticas de Sokal y Bricmont van dirigidas, precisamente, a ellos.

De las necedades y absurdos de la ideología posmoderna, nutrida con las ubres del relativismo, el positivismo y el escepticismo cartesiano, podrían escribirse incontables y robustos infolios. Bastantes de ellos para describir, por ejemplo, los disparates de reverenciadas líderes del feminismo de género. Verbigracia, las de Lucien Irigaray, quien nos dice que la ciencia es machista, basando esta acusación en que los aparatos de observación están construidos con forma de falo: telescopios, microscopios, etc. Quizá a ella se le ocurra la manera de atisbar estrellas con anteojos en forma de vagina. Y supongo que las escobas también, por su oblonga forma, pueden considerarse instrumentos fálicos del poder patriarcal. De estos nidos de primorosas sandeces han medrado polluelas como Bibiana Aído y las consabidas leyes hembristas que tantas injusticias y sufrimiento están provocando en gran parte de la sociedad (mujeres y niños incluidos).

De las locuras en materia de educación no hablaré aquí, pues mucho he hablado ya (y hablaré en otro momento). Ni de las que asolan el mundillo del arte y la moda, ni de los desvaríos nacionalistas ni, en fin, de tantos y tantos engendros ideológicos que nada tienen que ver con la religión. Sin embargo, la progresía atea no se preocupa de las injusticias políticas que más aflicciones causan, pues ella misma las produce en cantidades industriales, sino que su casi único desvelo consiste, como señalaba aquí un inteligente Anónimo, en denunciar los dogmas católicos, cuyo influjo real es, en nuestro país, prácticamente nulo.

Muchos de estos ateos furibundos jamás llevarían a sus hijos a una escuela en que se impartiera tesis creacionistas; sin embargo, aplauden las escuelas en las que el subjetivismo radical auspicia recios dogmas. Veamos algunos de estos dogmas:

- No se puede aseverar con absoluta seguridad que 2+2 son 4.
- En el universo puede haber seres que utilicen diferentes lógicas, de tal manera que 2 y 2 no sean 4.
- No hay cosas auto-evidentes, axiomas, como que A=A. Sepa, pues, el lector lo siguiente: usted no es igual a usted.
- No se puede estar absolutamente seguro de nada. Alguno de los más conspicuos apóstoles del relativismo afirma, por ejemplo, no estar seguro de si tiene 2 ó más brazos.
- Quienes mutilan el clítoris de las niñas no están equivocados, pues cada cual tiene su moral, ni mejor ni peor que la nuestra (la occidental).
- La moral no es más que adhesión acrítica a los valores trasmitidos por el entorno cultural y los instintos. Es decir, que no hay razones para oponerse al crimen, sino sólo gustos morales y culturales. En otras palabras, el relativismo enseña a los niños a conducirse en la vida sin dar razones de los actos propios: bastará con alegar gustos personales.
- La ciencia no es más que un cúmulo de convenciones, es decir, arbitrariedades susceptibles de ser sustituidas por otras arbitrariedades. O sea, que no es que, por ejemplo, la Tierra gire inequívocamente alrededor del Sol, sino que los científicos han acordado entre ellos que la Tierra gira alrededor del Sol.
- El relativista sostiene que es posible que no exista nadie más que él, siendo el mundo una ilusión creada por un geniecillo o dios cartesiano (solipsismo: la religión del “ateo” posmoderno).
- El relativista, epígono de Hume, sostiene que nunca estaremos completamente seguros de que pasar una apisonadora por encima de un caracol causará la muerte del caracol. Es decir, niega que en el mundo haya causas y efectos: niega la ciencia.

Esto es lo que da de sí la “razón” nihilista de la posmodernidad. No se agota aquí el listado de locuras relativistas, cuya trascendencia pública es aquí, y en estos momentos, mucho mayor que la que pueda tener cualesquiera otras creencias. Sin embargo, los desvaríos dogmáticos de la corrección política gozan de total impunidad. Al menos de momento.

viernes, 18 de septiembre de 2009

TRÁFICO DE NADERÍAS POSMODERNAS.

Este artículo formará parte de una serie dedicada a radiografiar cómo el relativismo de la progresía igualitarista arrebata la sustancia de todo lo que toca. Es mi intención mostrar la manera en que el relativismo que nos señorea tiende a convertir en nada el arte, la moral, la educación, la filosofía, la economía, la literatura, el idioma, etc. Aquí, para empezar, hablaré de la defunción del arte.


La nada lo invade todo. No crea usted que es un mero juego de palabras o una ocurrencia. No, es la verdad. Sólo hay que posar la mirada sobre cualquier aspecto de la realidad circundante para comprobarlo. El relativismo de la posmodernidad es la chistera en cuyo interior las cosas con sustancia se transmutan en nada. Es la batidora eléctrica que reduce a papilla subjetiva cualquier pieza sólida construida por la razón secular. Pondremos algunos ejemplos para aclarar estas palabras. Piense el lector en ejemplos de arte plástico. El abanico de posibilidades es enorme. Quizá tenga en mente a Leonardo da Vinci, Velázquez, Picasso… O quizá se le venga a las meninges la última exposición de arte moderno a que asistió, donde, a precio de oro blanco, se exhibían piezas tan esotéricas como un grifo ordinario de agua corriente, una magnífica plancha de hierro atravesada por cuchillos ensangrentados, un mamotreto informe de hormigón colgando del techo y demás lindezas por el estilo. Hasta es posible que el portero sea, en realidad, una pieza de arte más, allí posado por convenio venal con el artista.

Porque, en definitiva, ¿qué es arte? Otrora era lo que conseguía deleitar los sentidos por su factura extraordinaria. Hoy, ciertamente, también las facturas son extraordinarias, pero no conmueven tanto los sentidos del espectador como las carteras de los licitadores. Devánese usted los sesos y dígame, más bien, qué no es arte. Lo tendrá difícil, pues todo lo puede ser a condición de que se advierta a los demás de ello: “señores este bolígrafo corriente y moliente es una obra de arte, pues lo digo yo, que soy artista por inapelable decreto de mi voluntad.” Pero usted, amigo lector, protestará: “Hombre, pero si todo es arte o susceptible de adquirir dicha categoría, entonces nada es arte”. Bueno, ¿y qué quiere usted, señor mío? ¿Acaso desea usted reinstaurar un régimen clasista en que no todo el mundo pueda aspirar a llamarse artista? ¿Acaso pretende usted que vuelvan los tiempos en que las artes encandilaban por su belleza? No venga con la inquisición excluyente del mérito y la valía, por favor. No fastidie. No quiera abolir las hiperdemocráticas leyes del “todo vale” posmoderno.

¿Pero cómo es posible que los pujadores de arte lleguen a pagar desorbitadas cantidades de dinero por quisicosas y bagatelas? Esto no es difícil de entender: el tráfico monetario, “especulativo”, respecto del arte moderno es la única manera de prestigiar lo que, de por sí, carece de mérito. Se trata de fingir que tiene valor lo que carece de él. Pagar un millón de euros por un lienzo que un niño de párvulos podría pintar es como decir: “si pago tanto por esto es porque lo vale”. No es ya eso de: “pago mucho por este lienzo porque vale mucho” sino “vale mucho porque por él pago mucho”. La fórmula relativista permite elevar a regio trono el sueño igualitarista de la progresía ultracorrecta. Triunfo, por tanto, de las huestes del vacío: como todo es arte, nada es arte.

martes, 15 de septiembre de 2009

LA QUE SE NOS VIENE ENCIMA.

Corrección política, venero de atildadas necedades en materia de educación. Algunos padres –los más lúcidos- saben reconocer el disparate, aunque no atajarlo. Lo confiesan: “la educación que hoy les damos a nuestros hijos es una gilipollez tras otra”. Lo reconocen: “Todos los padres de hoy tenemos problemas con los críos. Lo pagaremos”.

Los jugueteros deben de estar encantados con esta inacabable ola de ñoñería: cientos o miles de juguetes repartidos por toda la casa, arrumbados por las esquinas de cada habitación, flamantes, como recién salidos de fábrica. Mala suerte, ésos no le gustan al mozalbete. Papá decide probar suerte con cuatro balones, tres coches teledirigidos y un muñeco que piropea al niño cuando se le aporrea. Está programado para ello, a imagen y semejanza de sus papis. Una mamá, revista “rosa” en mano, está en la sala de espera del médico con su niña de tres años, supuestamente enferma. La pequeña, vigorosa pese a su dolencia, le arrebata a la madre el pasatiempo: “No, no cariño, no le quites a mami la revista. Mira, mami llora…” Un mocoso de 4 años aporrea las plantas del huerto del abuelo con una pala de juguete. La madre manifiesta su arredramiento: “Uh, madre mía, con lo que está disfrutando, cualquiera le quita ahora la pala”. La tía, corajuda y expedita, intercede: “No cariño, no hagas eso, por favor, que las plantas lloran.” Llegan a la guardería la madre y la niña. Aquélla, madre coraje toda ella, le pide encarecidamente a la niñera que le quite el abrigo a la nena, que ella no puede.

Tibios signos de cambio se perciben. Enrique Mújica, el Defensor del Pueblo, manifiesta ante las cámaras la conveniencia de que los alumnos traten de usted a los maestros y profesores. El ministro de educación, A. Gabilondo, se atreve a decir que estamos equivocados en nuestro modelo educativo, que hemos creído, erróneamente, que la educación era dar todo nuestro cariño a los niños, sin exigirles esfuerzo ni inculcarles valores éticos. Arturo Canalda, el Defensor del Menor, llama la atención sobre la violencia de diversas series televisivas creadas para público juvenil. En su telediario, Iñaki Gabilondo habla con valentía de la barbarie de Pozuelo. Carga contra la lenidad con que se “castigará” a las bestezuelas menores de edad que participaron en el dantesco espectáculo. Y contra los padres de esos angelitos cuando, con marmórea jeta, protestan por el castigo que les impuso la juez: ¡que durante 3 meses se recojan antes de las 22 horas! Draconiano castigo. Se comprende la indignación de los susodichos.
Éstas y otras declaraciones se han hecho como respuesta a los nefandos disturbios perpetrados en Pozuelo por un nutrido grupo de botelleros. No serán los últimos. Los modales tiránicos de una legión innúmera de niños malcriados no quedarán recluidos a hogares y aulas. Antes o después, estos mercenarios de la diversión sin límites, tomaran las calles, campando por sus respetos. Hordas de insensatos esperan su turno para placear su triste condición a los cuatro vientos. A todos nos llegará su horrísono pregón.

¿Puede extrañar la violencia de nuestros jóvenes cuando, según algunas encuestas, la mitad de los padres cree que es tarea de los maestros y los profesores educar a sus hijos? Claro, si es que lo mejor es delegar estos engorros en los profesionales. Que el maestro eduque a mi niño, que el médico lo mantenga sano, que la universidad le dé un título, que el gobierno le busque trabajo… Los padres están, eso sí, para engendrar a los niños. Esto, curiosamente, no se delega en nadie, sino que cada cual arrostra las penalidades amatorias y copulativas como puede, con esforzado estoicismo.

Hace unos meses, cuando todavía yo escribía en el blog de José Antonio Marina, aduje sobradas razones sobre la necesidad recuperar la autoridad en las casas y las escuelas. Recibí críticas de los defensores del nuevo “orden” educativo, de los progres que enarbolan la bandera de la tolerancia y la libertad. Yo, claro está, era para ellos un nostálgico de los tiempos en que la letra entraba con sangre, un amigo de las formas despóticas y el autoritarismo de pasadas décadas. Salí de allí asqueado, aunque justo es reconocer que también hubo quien me prestó su apoyo. Sin embargo, Marina, en su “Recuperación de la Autoridad” dice lo mismo que yo (o yo lo mismo que él). Pero este señor quedará a salvo de las acusaciones que yo recibí (y recibo), pues la fama otorga inmunidades y privilegios magníficos.

Un amigo me cuenta que cuando viaja con su mujer e hijos (6 y 3 años) éstos no paran de protestar e incordiar desde los asientos traseros del coche: “No nos hacéis caso, no nos hacéis caso”. “Eso es, amigo –le contesto yo-, ese es el quid del problema: que la mayor parte de la atención que les prestáis a los críos es contraproducente y nociva.” Y les explico cómo deben hacer para lograr implantar un poco de paz en el hogar. Pero no creo que me comprendan. Lo malo es que lo llegarán a comprender por las malas. Y cuando sea demasiado tarde. La que se nos viene encima.

Saludos.