domingo, 27 de diciembre de 2009

IGUALITARISMO E INDIVIDUALISMO POSMODERNOS.

La posmodernidad rechaza de entrada la posibilidad de dialogar con el otro para convencerlo de algo, como si bajo dicho diálogo se escondiera la innoble intención de someter al otro a nuestros criterios o deseos. Creo que nada malo hay en intentar convencer al otro si también uno está dispuesto a dejarse convencer. ¿Convencer con qué? Con argumentos, con la lógica, con las pruebas: con la razón.

Creo que el cambio educativo empieza por aquí: por las ganas de hablar y de escuchar, comúnmente truncadas por el principio posmoderno de que todas las opiniones valen lo mismo. Seguramente, el declive de la autoridad (en educación y otros muchos ámbitos sociales e institucionales) hace palanca en este fulcro: todas las opiniones valen lo mismo.
Es decir, las del hijo igual que las del padre; las del paciente igual que las del médico; las del neurótico igual que las del psicólogo; las del alumno igual que las del maestro…

La cuestión no es baladí, creo yo. ¿Los orígenes de esta creencia? Resumiendo mucho: los orígenes son el miedo a la autoridad desmedida y despótica.
Por mi parte, intentaré añadir algo más. Lo siguiente: el caldo de cultivo de la ideología posmoderna más cercano en el tiempo fue, quizá, el del mayo del sesenta y ocho y lo que vino después. A mí me pilló toda aquella movida siendo niño y adolescente, y lo suficientemente inmaduro para absorber e interiorizar, como tantos otros, su impronta ideológica. Yo creo que el propósito de aquella revolución, truncada por la misma naturaleza humana, fue algo noble y necesario: unir más a las personas, desacreditar las jerarquías, igualar a las gentes en el trato sin importar procedencia, clase social, profesión, etc. Algo muy loable, pienso yo.

Pero había un riesgo implícito que, pasado el tiempo, ha devenido explícito y lancinante, a saber: que el esponjoso igualitarismo degenerara en corrosivo individualismo. Y eso es precisamente lo que ha pasado y lo que está pasando. En el guión original de los revolucionarios del mayo del sesenta y ocho estaban escritos los conceptos de fraternidad, el trato cordial de unos con otros, la paz, la libertad. Fenomenal. ¿Quién no suscribiría tan nobles propósitos?

Pero la cosa se torció. Esas ideas, las de los años sesenta y setenta, tenían inoculado un virus letal. Pues si todos somos iguales, si todas las opiniones valen lo mismo, si ya no hay autoridades que acatar ni preceptos que observar, ¿por qué razón he de prestar yo oídos al otro, a mi interlocutor? ¿Acaso lo que él me diga valdrá más o tendrá más fundamento que lo que yo diga? ¿Realmente, es mi obligación ética escuchar al otro? Si está prohibido prohibir, si todo signo de autoridad está en entredicho, ¿cómo conceder más valor a lo que dice mi interlocutor que a lo que diga yo, mi vecino o este niño de ocho años? Nada puede extrañarnos, entre muchas otras torsiones del sentido común, el intrusismo profesional de hoy o que, en las conversaciones cotidianas, todo el mundo sepa de todo, sin parar en mientes sobre lo que se dice de política, arte, ética, física o psicología. Al parecer, casi cualquiera de mis amigos o conocidos sabe tanto como yo de psicología, aunque yo sea psicólogo y ellos no. Sí, el arte es una metáfora de lo que está pasando. Igual que todo vale en arte, todo vale en el mundo de las ideas. Tanto da una opinión hecha a vuelapluma que una teoría filosófica o científica. Nada tiene más autoridad que nada.
Yo, que siempre he sido aficionado a las paradojas, tengo a ésta por la joya de la corona. Qué cosa tan curiosa que partiendo de tan buenos propósitos (igualdad, eliminación de las jerarquías, fraternidad… hayamos arribado a esta situación. Qué curioso que del igualitarismo original hayamos llegado a este individualismo que nos señorea y que, nacido de la misma sementera del espíritu democrático, casi nos impide dialogar; es decir: hablar y escuchar para entendernos mejor, no simplemente para marcar nuestro territorio, que es lo que solemos hacer. De suerte que, efectivamente, hemos conseguido aniquilar los signos ostentosos de autoridad, hemos conseguido repudiar la imagen astrosa de los grandes tiranos políticos, militares o religiosos, pero, a cambio, nos ha quedado un rosario interminable de conflictos cotidianos de todos contra todos. Ya no hay un gran tirano, un gran Gallo de corral sino que todos nos tiranizamos unos a otros, gallitos todos, fieles baluartes de la máxima de que nada es mejor que nada, ninguna idea mejor que otra, ninguna teoría más digna de atención que otra. Nadie se digna ceder ante el otro. Quizá por ello asistimos a la gresca continua entre matrimonios, entre vecinos, entre padres e hijos, entre generaciones, entre profesionales y aficionados, entre alumnos y maestros, etc. Es una guerra de todos contra todos. Es la guerra de la vanidad desaforada.

lunes, 7 de diciembre de 2009

DECADENCIA.

Señor Anónimo, ahora puedo responderle, aunque no con la suficiente extensión que desearía. Ando muy mal de tiempo. He colocado la contestación en esta entrada porque es tan larga que, de esta manera no la tengo que dividir. Disculpe el retraso.

Usted dice que no cree que el hedonismo sea un problema de las sociedades actuales. Hedonismo, diccionario en mano, es: “Doctrina que proclama el placer como fin supremo de la vida.” Pues bien, es posible que el placer no sea el bien supremo para muchos de nuestros conciudadanos, pero si uno de los bienes más estimados. Repare usted en una cosa: Es innegable que nuestras sociedades son extraordinariamente consumistas. ¿No cree usted que el híper-consumismo está basado en el hedonismo, en la exacerbación de los placeres sensuales? ¿Somos frugales, contenidos, austeros? Si usted analiza los señuelos publicitarios, verá con claridad que normalmente hacen referencia continua a cosas como el lujo, la “exclusividad”, el gozo inmediato, las emociones lúdicas, la tentación, etc. Es lógico: cada comerciante necesita excitar y engatusar a su potencial clientela más y mejor que el resto de comerciantes. El mercado no necesita a personas sesudas, reflexivas y controladas, sino a bulímicos abúlicos siempre dispuestos a desenfundar la billetera. O repare en la prostitución. Una de las industrias más prósperas de Occidente es la pornografía y el sexo. Hay más de 93 millones de páginas web sobre sexo. Y la apología del sexo pornográfico es explícita en cualquier medio de comunicación “normal”. Nada tiene de insólito que hoy reciban apretados aplausos los llamados “porno-star”, estrellas del porno, como Lucía Lapiedra o Nacho Vidal. No importa que apenas sepan hablar con mediana corrección, no importa su indigencia mental: son reverenciados y admirados como si lo de copular fuera esforzada hazaña digna de pleitesía, y se les conoce más que a cualquier científico o cirujano de talento.

O el consumo masivo y generalizado de drogas legales o ilegales. España es el país de la Unión Europea con mayor proporción de consumidores de cocaína, con cifras de consumo parecidas a las de Estados Unidos, y el porcentaje de jóvenes entre 14 y 18 años que han consumido cannabis en los últimos 12 meses se ha duplicado en los últimos diez años.

Y a tanto alcanza el hedonismo que, fíjese, los líderes políticos de los países más desarrollados ya implementan medidas para reducir el consumo energético, pues, de lo contrario, la vida del planeta correrá un serio peligro. El ecologismo pretende ser el muro de contención del consumismo (hedonismo), pero no lo consigue, al menos de momento.

Yo creo –y ojalá esté equivocado - que una gran parte de la población española está muy cómodamente instalada en la frivolidad, la mediocridad y la chabacanería. Las pruebas son claras: pan y circo continuo: Belén Esteban y fútbol a raudales, series nocivas de televisión, “grandes hermanos”, telediarios fraudulentos, cotilleos sin tregua, violencia a raudales, sensacionalismo arrabalero… ¡Casi todo es telebasura! 20 ó 30 canales dedicadas a la evasión fácil, con honrosas excepciones. Ninguna canal dedicada a la filosofía, el gran arte, la literatura… Sólo alguno a la ciencia. Y yo estoy convencido de una cosa: los medios ofrecen lo que se les demanda. Y los niveles de lectura –usted lo sabe- por los suelos.

¿Tiene relación toda esa telebasura (y prensa basura) con el hedonismo? Claramente, porque el espectador busca el entretenimiento fácil, aquél que no le suponga ningún esfuerzo de meninges, porque todo esfuerzo es, de entrada, enemigo del placer. Y en la medida en que nos acostumbramos a rechazar el esfuerzo, el tesón y la concentración, le estamos franqueando el paso a la irresponsabilidad y la negligencia generalizadas. Querer ser responsable, responder de mis actos implica el esfuerzo de vigilar y controlar mis actos; algo que está reñido con el programa de relajación y vida exenta que me quiero aplicar. El hedonismo atenta contra la ética y contra la cultura. Ambas están en peligro, amenazadas. Lo que afirmo, señor Anónimo, es que nuestra época es decadente, que estamos en decadencia.

Quizá usted proteste. Quizá usted alegue que no es justo fijarse sólo en lo malo, y que si nos comparamos con otras sociedades y épocas el balance será positivo: hay más libertad, más respeto a los derechos humanos, más alfabetización (escolarización), más y mejores medicamentos, somos más longevos, vivimos en democracia, disfrutamos de mil inventos y adelantos tecnológicos, no nos falta sustento… La lista de maravillas modernas es casi interminable. Pero mire usted, el problema que yo intento describir y diagnosticar son dos cosas:
1. Vivimos de rentas.
2. Estamos dilapidando y despreciando la herencia recibida de pasadas décadas y siglos.

Hay épocas en ascenso y épocas en descenso, épocas enjundiosas, luminosas y creativas y épocas decadentes, oscuras y monótonas. Mi opinión es que estamos más cerca de éstas que de aquéllas. Un rico heredero que se dedique a dilapidar el patrimonio recibido, quizá tendrá mucha más riqueza en cualquier momento de su vida que un modesto empresario que luche contra viento y marea para levantar su negocio. Sin embargo, la actitud de éste es mucho más admirable y prometedora que la del heredero rico. Cuando nos comparamos con otras épocas, corremos el riesgo de ver sólo la parte más superficial del asunto, sin pararnos a pensar en lo que hay detrás de todo ello. Nuestra forma de vida y de entender la vida no es prometedora, sino empobrecedora; no es edificante, sino destructiva; no es realista, sino delirante.

No existe algo como “nuestra época”, entendida como un periodo de tiempo que pueda considerarse ajeno a las épocas precedentes. Hoy disfrutamos de grandes adelantos tecnológicos, pero las raíces de esos adelantos se remontan a siglos y decenios pasados. Sin duda, los siglos XVll y XVlll fueron mucho más creativos en el terreno científico que el actual. Y, probablemente, el pasado siglo XX también lo fue más que el corriente. Y ya hay quien ha dado la voz de alarma con buenos argumentos y cifras y datos alarmantes. El libro de Carlos Elías, “La Razón Estrangulada”, plasma la preocupante situación científica del futuro. Cada vez hay menos chicos que quieran matricularse en carreras de ciencias puras. La caída en vocaciones científicas es ciertamente alarmante. Vamos a seguir viendo y disfrutando de inventos y maravillas, señor Anónimo. De eso podemos estar seguros. La cuestión está en la tendencia. ¿Ascendemos o descendemos? Descendemos. Y el declive no sólo afecta a España. Parece ser que a todo Occidente. Pero nosotros en particular partimos de una posición peor.

Si hablamos de filosofía, la cosa no pinta mucho mejor. Más bien al contrario. Muy poca gente entiende la importancia de cultivar un pensamiento crítico y riguroso. La filosofía es vista, en general, como una posma insufrible, como un pasatiempo inútil e improductivo, sin aplicación práctica. Craso error. El ninguneo a que está sometida la filosofía se refleja claramente en las políticas educativas y planes de estudio, cada vez menos interesados en conocer el pensamiento de los genios que nos precedieron y en enseñar a pensar autónomamente. No puedo extenderme más en este punto. Pero créame, la importancia de la filosofía como origen y sustento de nuestros derechos humanos y civiles es capital. ¿Quiero esto decir que no tenemos científicos o filósofos enormes? No, quiere decir, de nuevo, que tendemos a la descerebración, ni más ni menos.

La educación que reciben nuestros chicos es lamentable. Tanto en los hogares como en las escuelas e institutos. Sencillamente lamentable. La cantidad de jóvenes medio analfabetos que hoy tenemos en esta querida España nuestra es como para salir corriendo. Jóvenes a quienes sus padres no han enseñado el significado de la palabra “no”. Jóvenes ignorantes hasta la médula, que apenas entienden lo que leen. No lo digo yo. Lo dice el Informe Pisa, por ejemplo. Y todos sabemos que no hacía falta tal informe. Estamos a la cola en materia de educación. Creo muy recomendable la lectura de “Panfleto Antipedagógico”, de Ricardo Moreno Castillo. Lo suscribo plenamente. El autor no es ningún lego en la materia: Ricardo Moreno Castillo, ejerce en el instituto Gregorio Marañón de Madrid y también es profesor asociado en la Facultad de Matemáticas de la Universidad Complutense. Tiene más de 30 años de experiencia en la enseñanza.

Pese a todo, usted es libre de creer que vivimos en la mejor época de la historia. Y usted puede, sin duda, enumerar una cantidad ingente de barbaridades e irracionalidades de otras sociedades o tiempos. Y ahí está el punto. Yo no estoy aquí para negar las grandes conquistas de nuestro tiempo, sino, precisamente, para advertir que las podemos perder, que estamos en riesgo de perderlas. Marina lo expresa muy bien en sus libros: “vivimos en precario”. Lo que nos quiere decir es lo mismo que yo intento decir: los derechos civiles y humanos que, lógicamente, tanto valoramos, no son cosas que vayan a quedarse con nosotros a perpetuidad como por arte de magia. Los derechos nos protegerán de la arbitrariedad y la sinrazón en la medida en que nosotros luchemos por mantenerlos vivos, en vilo. Y para ello necesitamos cultivar primorosamente el intelecto, el talento y la creatividad. De nuestra razón nace la justicia y la medicina, el arte, la ciencia: la civilización. Todo lo bueno que nos rodea nace de ahí. Y la razón está –insisto- amenazada: Cunde el pensamiento débil, y la veleidad nos acechan por todos lados. No nos lo podemos permitir.

¿Qué debemos hacer? Bien, si es que estoy en lo cierto en alguna medida, lo que debemos hacer es dejar de atentar contra la razón. Necesitamos recuperar la excelencia, fomentar el talento y la inteligencia, incentivar a los que más saben (no amordazarlos o ningunearlos). Es decir, precisamos combatir el igualitarismo inspirado en la dichosa corrección política y desterrarlo, principal y urgentemente, de nuestro sistema educativo. Pero debemos empezar ya, antes de que sea demasiado tarde.

No puedo ahora extenderme más, señor Anónimo. Quizá usted piense que exagero o distorsiono las cosas. Puede ser. Estoy abierto al diálogo y dispuesto a escuchar cualquier razonamiento o crítica. En última instancia, si yo estoy en un error, no me haga usted caso.

Reciba un saludo.