martes, 6 de octubre de 2009

POSMODERNIDAD O "FOBO-SOFÍA".

Hay que reconocer que toda cosmovisión es, en cierto modo, una “cosmoceguera”, o casi. Una manera de “no ver” la realidad, de ocultar las partes que no nos interesan de ella, o que nos asustan. Nuestra época, por su condición de hedonista, es contraria a la sabiduría. Nada tan impopular hoy como el sabio, pues éste quiere vivir morigerado y dueño de sus pasiones. Sabe que el deseo, cuando es excesivo o impropio, destrona la voluntad y la consciencia. Su más elevado propósito es mantenerse sereno, íntegro y lúcido ante los avatares de la vida y el mundanal ruido. Sólo así puede conservar el orden interno, un pensamiento penetrante y preclaro. Nada más caro al sabio que la lucidez y la templanza. Quizá por eso los santos nos parecen sabios (“tiene más razón que un santo”) y los sabios, santones. El sabio busca comprender la naturaleza. Comprender es asimilar el objeto, hacerlo propio y anejo, incluso entrañable. Nada turba tanto el ánimo como aquello que, por arbitrario o beocio, no se puede comprender ni predecir: todo lo que sale de la locura, la injusticia, la necedad, la tontería… Los filósofos (los verdaderos, y no sólo los místicos y los orientales) buscan la unidad subyacente a la aparente pluralidad de los seres del universo, el principio rector que explique la naturaleza de las cosas. En la comprensión intelectual, el mundo se “humaniza”, se vuelve accesible y manejable. El mundo forma parte de mí cuando lo comprendo. Si no es así, me parecerá hostil y extraño.

Hoy, tras largos decenios de sensualismo y escepticismo desaforados, la imagen del sabio horroriza y espanta. Tenemos, por el contrario, su más rabiosa antítesis. Nos acosa la zozobra y nos invade el vacío y la inquietud anejos a las pasiones fugaces y frívolas. Acumulamos experiencias sensitivas para distraer la sensación de vértigo en una vida sin asideros. La desintegración y la compulsión nos caracterizan. Los psicólogos y psiquiatras nos advierten que el presente será el siglo de las depresiones. Lipovetsky nos dice que vivimos en la era del vacío y la angustia. Las adicciones y las conductas compulsivas están arraigadas en gran parte de la población. Los adultos quieren habitar un mundo sin barreras, pueril y adánico, volar sin resistencias, entregarse a una ensoñación continua y vivir en las tentadoras regiones de la infancia y la irresponsabilidad. Evadirse es la consigna.

De nada podemos estar seguros, nos dicen los herederos de la duda y el escepticismo radicales. Hoy, el intelectual con pedigrí (que no el sabio), es el que afirma que de nada podemos estar seguros, que todo es conjetural y provisional. No sabemos –insiste- si siempre el fuego nos quemará, si la anestesia nos insensibilizará, si el cianuro nos matará… Todo es cambiante ilusión, mudable, plural y efímero. Hay, por tanto, un regodeo en la duda sistemática, un alardear de no saber nada, de morar en el seno de la incertidumbre continua. Es el odio y el miedo a saber, a comprender: la “fobosofía”. El sabio se nos presenta como aquel que trae verdades imperecederas, valores absolutos y tono apodíctico; es decir, como una autoridad moral e intelectual a quien obedecer. Justo lo contrario de lo que demanda e impone el credo relativista. El mundo, pontifica el fobósofo, es extraño a la razón, como así lo demuestra la indeterminación atómica. Así, sujeto y objeto quedan definitivamente separados, condenados a extrañarse por siempre jamás. ¿Y cómo amar lo extraño? ¿Cómo amar lo que nos parece arbitrario y refractario a toda asimilación? El relativismo y el escepticismo pregonan un mundo indócil al entendimiento: inaccesible al amor.

¿Pero es éste un mundo extraño sólo en cuestiones de física nuclear? No, el principio de incertidumbre está presente en nuestra vida social, tanto o más que nunca. Los otros seres humanos son definitivamente extraños: difícilmente se les comprende. ¿Pero cómo es esto posible? Hoy, tras aniquilar todo signo de sabiduría, tras impugnar el mérito y la valía, el otro se me presenta como mi “igual”. Es decir: como alguien a quien, por ser como yo, puedo comprender. Al eliminar la genuflexión ante la autoridad, el otro ha quedado a mi altura, accesible, cercano, familiar… Por eso podemos ver en cualquier parte (y la televisión lo ha convertido en lucrativo espectáculo) cómo unos perfectos desconocidos intiman al poco de conocerse; cómo todos se tutean y se tratan con confianza y desparpajo. Sí, es cierto. Pero toda esa familiaridad se torna decepción con suma facilidad, pues ése que se nos mostraba como accesible y espontáneo amigo, pronto mudará de afectos y talante. Parecerá, entonces, atrabiliario e incomprensible a nuestros juicio. ¿Por qué sucede esto? Porque en una sociedad en que reina la anomia, cada cual se gobierna según sus propias normas, sin apenas observar aquellas otras que confieren solidez y estabilidad a las relaciones sociales e interpersonales. Es lo propio en un mundo sin ataduras ni compromisos, donde la palabra (de honor) carece de valor y significado. Mis compañeros de viaje han pasado de ser algo entrañable a primera vista a ser muy pronto algo extraño, ajeno a mí, ajeno a mis expectativas. Apenas hay promesas que no se rompan ni ofrecimientos que no se revoquen. Hablar es gratis y fácil. Menudean las mentiras y las falsas fidelidades. La amistad se trunca antes de echar a andar.

Los fobósofos, los hijos del escepticismo, predican la ininteligibilidad del mundo; es decir, el desafecto y la indiferencia. Y han tomado el poder. Son los políticos progres, fobósofos hasta la tonsura. Odian la realidad, hasta el punto de negarla. Viven de la mentira, condenados a urdir falsedades para mantener en vilo su vasto imperio de falsedades.La defunción del sabio nos ha arrojado a un mundo de apariencias y gestos fatuos donde cualquier tontería encuentra trono y aplauso, donde la angustia ante el vacío interior se combate con entretenimientos sensuales y fútiles, donde se quiere reducir la realidad a un perpetuo juego de máscaras en que nada es lo que parece porque, según ellos, nada “es”. Soberbia máquina de entelequias, el fobósofo (el progre, el escéptico, el relativista…) vive de vender la nada a precio de oro y extender la oscuridad. Al contrario que el filósofo, que ama la claridad y la verdad, su contrario y enemigo, el fobósofo, sienta cátedra con el cuento de que vivimos en tinieblas. Es la fobosofía: oficio de cobardes e invertidos intelectuales.